Había una vez, en un pequeño pueblo, un viejo cura párroco famoso y respetado por su sabiduría y su bondad.
Su parroquia se mantenía casi ignorada y oscura durante todo el año. Sin embargo cada vez que se acercaba la Navidad la calle entera de la iglesia parecía adquirir luz propia. Es verdad que el desproporcionado árbol de Navidad que el anciano armaba en el ciprés de la vereda, frente a la iglesia, irradiaba un brillo incomparable, pero no era sólo eso. Cada ladrillo del frente del viejo edificio parecía iluminarse desde adentro y alumbrar la que hasta unas horas antes era una de las calles más oscuras del barrio. Desde la otra punta del pueblo se veía la luminosidad que parecía expandirse desde la vieja parroquia elevándose en el cielo.
Quizá por eso, quizá por la nobleza del viejo cura, hombre puro de alma y espíritu, quizá por la suma de todas las cosas, la Navidad traía al pueblo un hecho que para muchos representaba su milagro navideño. Cada año, para estas fechas, todos lo que tenían un deseo insatisfecho, una herida en el alma o la imperiosa necesidad de algo importante que no habían podido lograr iban a ver al viejo cura. Él se reunía con ellos, los escuchaba, y los convocaba para que prepararan su corazón para un milagro antes de las doce de la noche del veinticuatro de diciembre.
Cuando el día esperado llegaba y todos estaban reunidos frente a la parroquia, el cura encendía todavía algunas velas más alrededor del árbol, y luego recitaba una oración en voz muy baja, como si fuera para él mismo.
Dicen que a Dios le gustaban tanto las palabras que decía, que le fascinaba tanto aquel árbol de Navidad iluminado de esa manera, que disfrutaba tanto de esa reunión cada Nochebuena... que no podía resistir las peticiones del cura y concedía los deseos de las personas que ahí estaban, aliviaba sus heridas y satisfacía sus necesidades.
Cuando el anciano murió y se acercaron las navidades, la gente se dio cuenta de que nadie podría reemplazar a su querido párroco. Llegado diciembre, sin embargo, decidieron de todas maneras armar el árbol de Navidad frente a la parroquia e iluminarla como lo hacía en vida el sacerdote.Y esa Nochebuena, siguiendo la tradición que el cura había instituido, todos los que tenían necesidades y deseos insatisfechos se reunieron en la vereda y encendieron velas como habían aprendido del viejo párroco...
Se hizo un silencio. Como nadie sabía lo que el anciano decía cuando el árbol se iluminaba por completo empezaron a cantar una canción, recitaron unos salmos, y al final se miraron a los ojos compartiendo en voz alta sus dolores, alegrías y temores en ese mismo lugar, alrededor del árbol. Y dicen que Dios disfrutó tanto de esa gente reunida alrededor del ciprés, frente a la vieja parroquia, hermanados en sus deseos, que aunque nadie dijo las palabras adecuadas, sintió igualmente el deseo de satisfacer a todos los que ahí estaban. Y lo hizo.
Desde entonces cada Nochebuena en aquella parroquia, alrededor de ese árbol tan especial, algunos milagros ocurrían, posiblemente en honor o quizá (¿por qué no?) por influencia del cura párroco.
Nosotros no sabemos cuál es el pueblo donde está la parroquia. Nunca conocimos al bondadoso anciano y mucho menos sabemos cuáles eran sus mágicas palabras... Nosotros ni siquiera sabemos cómo armar nuestro árbol de la manera en que él lo hacía... Sin embargo, hay dos cosas que sí sabemos: esta historia, y que se acerca la Navidad. Y dicen que a Dios le gusta tanto esta leyenda que basta que alguien la cuente y que alguien la escuche para que Él, complacido, satisfaga cualquier necesidad, alivie cualquier dolor y conceda cualquier deseo a todos los que todavía, aunque sea un poco, creen en la magia de la Navidad.
(Adaptación de un cuento Jasídico realizada por J. Bucay)

Etinarcadia y yo tampoco conocemos las palabras que pronunciaba el viejo y bondadoso sacerdote, ni la manera en que armaba el árbol. Pero sí creemos en la fuerza de los sentimientos, por eso hemos traído este árbol a calle Quimera. Iremos poquito a poco y con cuidado desembarazando sus ramas de la nieve, mientras todos aquellos que queráis os vais acercando: los que tengáis un deseo insatisfecho, una herida en el alma o la imperiosa necesidad de algo importante que no habéis conseguido lograr. Y también los que no tengáis nada más que pedirle a la vida porque ella fue generosa con vosotros. Podéis traer velas, y también vuestros temores, alegrías, penas, anhelos... Entre todos adornaremos el árbol con ellos; iremos colgando cada uno de los que traigáis en las ramas, y las llenaremos de luces.
Puede que no sean necesarias palabras especiales, puede que la magia esté precisamente en que un grupo de personas se hermane en sus deseos y temores. En que por un rato, reunidos alrededor del árbol, sientan juntos. Puede que ni siquiera se necesite árbol, ni que sea navidad, que solo haga falta percibir el calor sincero de los otros. Puede que solo el hecho de compartir en silencio lo que alienta en lo más profundo del alma de quien tenemos al lado consiga el milagro de satisfacer deseos, de curar heridas, de sentirnos mejor. Y puede que Dios o quien sea contemple eso complacido. Al fin y al cabo, estamos en la calle de las quimeras... Pero Etinarcadia y yo tenemos fe en que a veces, cuando se desean con mucha fuerza, las quimeras se convierten en realidades.
Hay dos personas en especial que nos gustaría que se situasen uno al lado de otro. Y no porque sea navidad, sino porque siempre fueron buenos compañeros, y las personas debieran estar por encima de las palabras y de las opiniones.
Felices fiestas a cuantos transitáis por esta y las otras calles de la vida, y todo nuestro cariño.
ETINARCADIA Y AVALON