
Las últimas luces del día van oscureciendo la piel celeste del cielo,
contra el que se recorta la cinta parda de las descarnadas montañas.
Altas, rudas, acogen sin embargo tiernamente
en su regazo las casitas blancas de un pueblo blanco.
Una brisa infantil de lejanas reminiscencias a salitre marino
juega a dar empujones a las pacientes ramas de árboles
que, en espeso muro, sobre la hierba
que alfombra la tierra lisa, se yerguen en verde.
Verdes las jóvenes palmeras, verdes los naranjos niños,
verde la grama pespunteada por caminitos de losas blancas,
hundidas pisadas que conducen a dos estanques,
el uno trebolado, el otro redondito ,
que azulan frescas aguas claras, transparentes.
Las sombras de los árboles, de los bancos que puntean la hierba,
se van alargando lentamente, ganando camino entre el verde.
Los últimos rayos del sol culebrean por la piel,
cosquilleando, casi caldeándola aún,
y el aire, celoso, la acaricia aladamente y la besa.
Sereno silencio, infinita y translúcida calma
se extienden como yedra. Una sonrisa lejana juguetea en ella.
Huele a verde de la hierba, a frescor del agua,
a soledad... Y a prometidas estrellas y luna
con carita de niña, de niña de plata,
que abrirán las puertas de la noche al canto del grillo,
y a la poesía de las cosas.