miércoles, 14 de enero de 2009

CABALLERO


Férrea armadura, armadura de hierro

te cubría, caballero andante,

caballero amante de la dama triste,

de la dama sola, de la dama ciega...

Férrea armadura, armadura de hierro,

que tu llanto, tu hiel amarga y las palabras

que jamás dijiste - las que ella tampoco dijo-

soldaron a tu alma...

Nunca te vio la dama limpiar con tus lágrimas

en la noche deshabitada

las manchas de orín que la herrumbraban,

nunca sus ojos pudieron ver a través del hierro

al caballero menudo que había dentro,

al juglar que envejecía dentro de su celda férrea,

mientras ella languidecía fuera...

¡Tanto por vivir enterrado entre las cenizas

de las horas perdidas..!

Quiere la dama horadar ahora la armadura,

quiere saber quién hay dentro,

compartir contigo unos minutos ahora que estás vivo,

estrechar suavemente tu mano,

hacerte una sola llamada,

regalarte una sola flor,

decirte unas palabras de aliento, ahora que estás vivo...

domingo, 4 de enero de 2009

SOLSTICIO DE VERANO





En la espesura negra de la noche asoma una luna redondita y blanca, que se mira, curiosa, en el pálido azogue de las aguas del estanque, casi adormecido por el canto tibio de los grillos y la sonatina de las ranas. Lo saca de su plácida somnolencia un repentino murmullo de risas mudas, las de los nenúfares que se mecen en su quieta superficie, anillándola en casi imperceptible ondas. Y es que un esbelto pino ha arqueado su espalda, ha doblado la cintura para asomarse al agua y su reflejo ha robado un beso inesperado al de la luna. Confusa y algo enfadada, teñidas las mejillas de rojo, esconde ella su cara tras una nube, mientras los juncos estiran sus cuellos hacia la orilla para reír con los nenúfares y cuchichear sobre el atrevimiento del pino. Acuden raudas a unirse al parloteo las aguas de una diminuta cascada, que resbalan por las verdinosas piedras atropellándose unas a otras en su alocada carrera, para recomponer enseguida la figura e ir remansándose al llegar al calmo espejo de aguas del estanque, como azoradas por su atolondrado comportamiento.

De repente, un sonido lejano pero cada vez más perceptible corta de raíz todos los murmullos. Es la voz rica, grave y profunda del roncón de una gaita, que se eleva en el aire de forma etérea, irreal, como fundiéndose con él. Callan los grillos, las ranas, las plantas... Todos dirigen ojos, tallos y copas hacia el lugar del que procede el dulce lamento de esa cornamusa, y quedan la vista y la atención prendidas de la oscura silueta del gaitero que se recorta contra la luna en la otra orilla del estanque. Arranca sones tan melancólicos al instrumento que hasta la luna, conmovida, por mejor oírlo saca la cabecita de detrás de la nube. Las notas de la triste melodía se van derramando hasta poblar el aire y cada uno de los escondrijos del bosque, y apagar cualquiera de sus sonidos nocturnos. Todos los seres que lo habitan interrumpen sus actividades, y quedan con los sentidos en suspenso, escuchando el lastimero canto de la gaita. Es tan hermoso e irreal que una de las ranas que chapoteaba en las aguas, intentando embeberse de cada una de las notas que se elevan hendiendo el aire, se sube de un salto en el puentecito de madera que se arquea de orilla a orilla, ese grácil puentecito de madera de todos los estanques de los libros de cuentos.

Los árboles más viejos, ya centenarios, conocen bien esa tonada. Desde que les alcanza la memoria, cada 21 de junio, al dar las doce de la noche, surge del suelo una bruma espectral, blanquecina, que poco a poco se va oscureciendo y materializando en la figura de un gaitero, solo una sombra, que camina lentamente hacia la orilla del estanque, siempre el mismo lugar, para interpretar la misma canción. Una vez terminada ésta, la sombra se va desvaneciendo poco a poco, hasta parecer que todo ha sido solo un sueño.

Al extinguirse los últimos ecos de la gaita, el bosque comienza a salir del estado de ensoñación en que la melodía lo había sumergido, y poco a poco va regresando la actividad habitual a esas horas de la noche. Las jóvenes flores, curiosas y excitadas, preguntan a los árboles centenarios por lo que acaban de ver y escuchar. Y estos les cuentan que siglos atrás la mujer del gaitero murió ahogada en aquellas aguas cuando huía de guerreros del clan con el que el suyo estaba en guerra. Enloquecido por el dolor de su pérdida, el marido se estuvo acercando durante años a la orilla del estanque el día del aniversario de la muerte y tocaba aquella pieza, la favorita de su esposa, con la vana esperanza de que ella, al oírla, surgiera de las profundidades y se reuniera con él de nuevo. Hasta que en una de aquellas ocasiones, comprendiendo que jamás lograría ver de nuevo a la mujer que tanto amara, se suicidó en aquel mismo lugar. Y fue condenado a que su sombra se materializara una vez al año, el 21 de junio, para tocar aquella canción hasta que terminasen los días del mundo y reviviesen todos los que ahora dormían el sueño de la muerte.

Movían las flores sus corolas, gachas, de uno a otro lado, tan apesadumbradas como el resto de sus contertulios. Incluso los que por su avanzada edad ya habían oído al gaitero tocar su lamento otros años y conocían la historia, al escucharla de nuevo no dejaban de sentir en sus corazoncitos una enorme compasión por el desdichado amante. Las expresiones de pesar por su desgracia y de alabanza a la belleza de la tonada que acababan de oír fueron interrumpidas por unas luciérnagas que se aproximaban revoloteando e inundando la escena con su luz.

- ¡Callad, callad...! Pero ¿qué es este alboroto? Se aproxima una niña humana, callad...- gritaban con sus agudas vocecillas.

Inmediatamente los árboles y las flores recuperan la compostura; los nenúfares enmudecen, limitándose a flotar en las aguas de la forma más inocente de que son capaces. Grillos y ranas elevan el tono de su canto para ahogar así cualquier frase indiscreta que pudiese escapársele a algun de ellos, sabedores de lo muy parlanchinas que son estas plantas, y más cuando están excitadas, como ocurría en esos momentos. Las flores se quedan muy quietas y calladas, como si no supieran hablar, algunas incluso cierran los pétalos para parecer que duermen. El vientecillo, tranquilo, peina las ramas de los árboles y mece a los juncos, sin perder de vista con el rabillo del ojo la figura humana que avanzaba con paso rápido hacia el estanque, una jovencita de apenas 12 ó 13 años. Una vez allí, la muchacha saca cuidadosamente de su bolsillo una margarita, y con expresión anhelante comienza a deshojarla sobre el agua. Sabido es que la noche de solsticio de verano, la única en que la magia que una vez poblara la tierra vuelve a llenarla después de que los humanos dejaran de creer en ella y desapareciese, cuando una mujer casadera arroja pétalos de margarita a las aguas de un estanque, estos forman sobre su superficie el rostro del hombre que la amará.

La luz de la luna ilumina el rostro y los cabellos de la niña, sus labios se entreabren en una ilusionada sonrisa y en sus ojos claros se enlazan todos los cuentos mientras contempla cómo los pétalos dibujan poco a poco el rostro de un joven en las quietas aguas del estanque.