lunes, 25 de agosto de 2008

EL TREN


Sombras blanquinegras, casi fantasmales, envuelven el andén vacío y desangelado en que me encuentro. Los únicos signos de vida somos el vientecillo delgado y helador que corretea por entre las pilastras y las vías del tren, emitiendo silbidos que casi se confunden con los de éste, y yo. Me estremezco, y sé que no es por el frío.

El tren se acerca, lo oigo traquetear sobre los hierros. Es el que estoy esperando. O más bien, el que me espera. No quiero subir, tengo miedo de lo que hay dentro, del destino al que se dirige, pero cuando se detiene ante mí y la puerta de su único vagón se abre, mi mano ase con fuerza la barandilla y me obligo a subir los escalones, uno a uno. He de hacerlo, no hay escapatoria.

En el interior todos los asientos están ocupados por mí, excepto uno: el mío. Un vagón al completo con todos los Etinarcadias que viven dentro de Etinarcadia. Me miro uno a uno, rostros distintos pero con las mismas facciones, mis facciones, que clavan en mí sus ojos y proyectan en mi alma todas las tormentas que los sacuden y los llevan a la deriva a ellos.

En el último asiento pegado a la ventanilla, se acurruca el miedoso. Siento su rabia, la tristeza que le ahoga, ese ligero temblor interior que no le permite relajarse nunca, la mirada perdida en algún lugar más perdido aún de su mente. Lo miro y me veo, y me remuevo inquieto, desasosegado, en mi asiento.

Aparto la vista de él rápidamente, aunque siento la suya clavada en mí, y la dirijo hacia otro lado. Allí está el misionero, el soldado, el guerrillero, el revolucionario que quiso salvar al mundo y no hizo nada. Otra vez la mente me mantiene lejos pero inmóvil.

Continúo buscando un rostro más amable, pero ahí está el sumiso que a todo dice que sí, sin ni siquiera pensar en él mismo. A su lado, el cobarde que se oculta en una falsa bondad o tal vez no tan falsa. No, no es tan falsa, ambos lo sabemos, pero le gusta castigarse, castigarme.


Ahora me veo de pie, rabioso, con los ojos enrojecidos y lleno de ira. Otra mirada y nace una sonrisa forzada, de metal, teatral y fría.

Por fin un grupo alegre riendo de verdad, música, lápiz y papel, vino... Me miran y se desvanecen en el aire. Los llamo desesperado, pero apenas se materializan de nuevo unos segundos para volver a fijar sus ojos en mí y desaparecer de nuevo.

Ninguno de esos Etinarcadias separa su vista de mí, algunos me amenazan, otros me sonríen. Un mar de gestos, miradas, sentimientos, pensamientos, blancos y negros. Y entre todo ello, yo. Qué complicado analizar este ir y venir vertiginoso, qué difícil mirarme a mí mismo y a la vez que fácil reconocerme en todos ellos.

"Esto no lo quiero, esto sí, esto no, esto sí......"


Pero ¿qué me está pasando? ¿Acaso no soy todo lo que estoy viendo? El pánico me invade repentinamente, me doy cuenta de que este tren me está quitando la vida, casi todo en él es tristeza y dolor. Yo no soy así. Que alguien me ayude, quiero escapar de esta mentira de mí mismo. Estoy solo con todos ellos y el tren sigue su camino, sin paradas, sin apeaderos, acelerando la velocidad con destino a ninguna parte.

ETINARCADIA

martes, 12 de agosto de 2008

LA PUERTA



La puerta es verde. Extraño color para una puerta... Querría cruzarla y no me atrevo, no sé dónde me lleva, es posible que al mismísimo infierno. Pero el verde es el color de la esperanza, saco valor de mis bolsillos, mi mano agarra el pomo con fuerza y abro.

Cruzo el umbral y solo hay gris, un inmenso y plano vacío gris que todo lo ocupa y parece flotar en la nada. Pero sobre esa nada, cubriéndola, se extiende hasta el infinito una bóveda oscura,inmensa, tan cuajada de estrellas como una noche de verano. El miedo desaparece para dar paso a la sensación de que conozco ese cielo, de que él me conoce a mí, de que no solo he estado ahí antes, sino de que ahora me encuentro realmente en casa. Recuerdos de un pasado incierto se agolpan en mi mente, pugnando por decirme algo al oído, en susurros sin voz. Me hablan de algo que no conozco, que no entiendo, pero que en algún recóndito lugar de mí sé lo que es. Un pasado que dice que es mío, aunque no forma parte de mi memoria al otro lado de la puerta, y quiero creer que es así, necesito creerlo, volver a un principio, a un pasado, tal vez a un futuro que ya he vivido y añoro profundamente.

Te siento... Siento tu presencia, sé que estás ahí. Miro a mi izquierda; de la nada gris emerge ahora una escalinata que no comienza ni termina en ninguna parte. Son las que Kronos cincelara en los principios de todo lo que existe. Figuras altas, enjutas, envueltas en negras túnicas, cabezas y rostros encapuchados, suben o bajan majestuosos, lentos, los escalones. Son los Señores del Tiempo. La arena de los relojes que llevan en la mano permanece en el bulbo de cristal superior del artilugio, ni un solo grano cae en el inferior.

Más allá, tan lejos que podría tardar eones en llegar pero tan cerca que las veo casi al lado, débilmente iluminadas por una claridad crepuscular, mortecina, que no sé de dónde sale, se levantan a duras penas unas paredes de lo que pudo haber sido una casa, casi un palacio, unas paredes rotas, con los huecos donde una vez debieron de ir encastrados los marcos de las ventanas desmesuradamente agrandados, desangelados, como enormes y voraces bocas desdentadas. Ni siquiera hay techo. Pero en esa inmensidad limitada por muros desarrapados estás tú. Me sonríes, te sonrío, me pides que me acerque a ti y convierto los eones en segundos, los necesarios para llegar a tu lado. Te sientas junto a una columna que yace caída en el suelo, una columna ciclópea, de tal longitud y grosor que es impensable que hubiese podido pertenecer a la casa entre cuyas paredes cansadas nos hallamos. Ni a esa ni a ninguna edificada jamás por el hombre...

No es la única, hay varias más diseminadas allá y acá por el suelo, sin orden alguno. Y en medio, un gigantesco reloj de arena, igualmente abatido en el suelo pero en el que, curiosamente, a pesar de hallarse los dos bulbos en paralelo, la arena va cayendo lenta, implacable, de uno a otro. Me siento a tu lado, sin dejar de dirigir miradas de reojo, un tanto aprensivas, al reloj. Sé que, entre estas paredes, el tiempo sí está transcurriendo; por cada grano de arena que se desplaza de uno de los receptáculos de cristal al otro, una hoja seca, marchita, aparece sobre el suelo, tapizándolo poco a poco. Algunas se mueven, empujadas por ningún viento.

Las estrellas nos contemplan y las contemplamos fijamente, parecieran millones de ojos en el firmamento solo pendientes de nosotros. Me miras, tus pupilas son signos de interrogación, y te explico que nos hablan porque ya nos conocieron, tú y yo en otro lugar, en otro tiempo. Hace tanto ya.... Siento que la casa que se alza entre mis sueños de cada día, la casa de un pasado envuelto por las brumas que sobre él arroja la realidad en que nos desenvolvemos al otro lado de la puerta verde, estuvo ahí, pero ya resulta imposible reconocer este pasado. Ambos lo sentimos como nuestro, pero lo hemos olvidado. Solo nos queda un vacío en el alma, el hueco dejado por lo que existió una vez, un vacío profundo y desolador, desazonante, doloroso, en cuyos bordes se acumulan restos de sueños por cumplir, los despojos de otras verdades oscurecidas por la vida que vivimos al otro lado de la puerta verde.

Sabemos lo que nos están diciendo las estrellas, que ese pasado continúa dentro de nosotros, encapsulado en la fibra más escondida de nuestro ser, y querrías creer que está tan vivo como en los principios de todo lo que es, y que solo duerme, dispuesto a volver a la vida en cualquier momento, pero sabes que en cuanto volvamos a cruzar el umbral no será así. Algún día, en cualquier lugar, dos personas se sentirán. Como nos sentimos tú y como yo. Y volverán a preguntarse el porqué de esa sensación ya conocida. Y así miles de veces hasta que regresemos al lugar de donde vinimos la primera vez, porque en esa primera vez dos eran uno, una sola alma.

Callas, y unes tu silencio al eterno e inmutable del espacio. Y sumo mi silencio al tuyo, y mientras los Señores de Tiempo siguen subiendo y bajando por esas escalinatas y la arena de sus relojes inmóvil, me sumo a ti, hasta formar uno solo, lo que fuimos desde el principio de todo lo que existe. Es apenas un momento, un momento eterno que aúna lo que fue, lo que es y lo que será por siempre. Solo rompen tu silencio y el mío, el del espacio, la música del orbitar de astros y planetas.

Mira, el gigantesco reloj que yacía en el suelo, junto a las columnas, ha terminado de vaciar el contenido de uno de sus receptáculos de cristal en el otro. La arena de los relojes que los encapuchados sostienen en sus manos comienza a moverse. Sé que es la hora de cruzar la puerta verde de nuevo, y a ella me dirijo inevitablemente. Tú no puedes venir conmigo, habrás de cruzarla en otro momento, hacia otro lugar. Al otro lado seguiremos siendo dos, pero dicen las estrellas que una vez solo hubo uno, y quizás en el futuro de aquel pasado vuelva a ser así.

ETINARCADIA Y AVALON